LA INMACULADA CONCEPCIÓN
P. Ángel Martínez
8.XII.2011
En algún momento, con motivo de la proclamación del dogma de la Asunción de María, en aquellos años de nuestra formación, alguien vino a decir que, en los primeros años de la Iglesia, la teología católica, naciente entonces, había tenido que debatirse con insistencia en la afirmación de la divinidad de Cristo, hasta que dio, tras cuatro siglos de enfrentamientos, con la fórmula de la ‘unión hipostática’, la de ‘dos naturalezas en una sola persona’. Pero –decía ese alguien- que en estos nuestros tiempos la teología católica parecía vertida sobre la figura de María con la proclamación, en un solo siglo de dos dogmas referentes a ella: el de la Inmaculada Concepción y el de la Asunción a los Cielos para ser coronada por su Hijo; y que además, el Cielo parecía querer confirmar ese viraje de la teología hacia la Madre de Jesús, con la impresionante confirmación que suponían las apariciones de María, sobre todo las de Lourdes –yo soy la Inmaculada Concepción- y la de Fátima, entre otras muchas, incluida la de Medjugorje en la península Balcánica de estos últimos años, por cierto, no tan conocida en la Europa del oeste, a pesar de su increíble espectacularidad.
Y ciertamente, el monoteísmo, herencia venturosa del pueblo judío, hacía muy problemática la divinidad de Cristo frente a la fe en un Dios único, la figura sinaítica de Yahvé. De hecho con sólo enumerar algunas de las muchas herejías surgidas como solución a la aparente aporía que presentaba entonces la fe de la Iglesia, la de un hombre-Dios, nos percatamos del gran esfuerzo que tuvo que hacer los teólogos del momento, los llamados Padres de la Iglesia para preservar la doctrina correcta de la divinidad de Jesús: los docetas, los nestorianos, los arrianos, los monofisitas, los monotelitas..., todos creían tener razón porque sus teorías siempre descartaban o la divinidad de Cristo, hombre simplemente privilegiado por el Cielo o su humanidad, simple sombra fantasmal tras la cual Dios, el único de siempre, se había manifestado, pero oculto en cuanto tal, escondido, como de costumbre, a los ojos de los humanos.
Porque aunque el hombre siempre ha querido tener cerca de sí a sus dioses, la idolatría no resolvía, antes bien detenía la evolución espiritual de la humanidad, ya que en un estadio de ‘hombre sólo animal’ no había manera de escalar los valores altísimos que permite la imagen de un Dios puramente espíritu, no múltiple como la materia, no idolátrico. El monoteísmo israelítico y cristiano le ha posibilitado al hombre sacudirse todos los impedimentos para salir de su simple animalidad y emprender un camino de espiritualidad nunca soñada. Pero tuvo que ser el Cielo, el que nos regalara con la Encarnación del Verbo el misterio del inmenso amor de Dios al hombre. El monoteísmo cristiano, el monoteísmo encarnado es la peana que permite a la sociedad humana levantarse sobre su propia condición una vez que ha descubierto que las virtudes que esconde, la justicia, la fe, la caridad, la esperanza, la obediencia... son frutos de la divinidad convertidas en Cristo en permanentemente duraderas y fructíferas incluso sobre la tierra. El monoteísmo encarnado está en la base de todo el progreso humanista del hombre, de los cerebros de Europa, y sin él, no hay humanismo que valga, pues todo se derrumba de nuevo como lo estamos padeciendo en nuestros días. Y si Europa no vuelve a encontrarse a sí misma- ese es el grito de nuestros Papas- ese humanismo, humano por cristiano, seguirá floreciendo en otras latitudes hasta que sean congregados los hijos de Dios dispersos por el mundo. Tal, podemos decir, ha sido la cumbre social de la teología católica en casi dos mil años de existencia.
Pues eso, ahora podemos preguntarnos qué quiere para nuestros días, el Cielo, con estos reiterados dogmas y con estas reiteradas manifestaciones de esta mujer, María, adornada con toda la belleza interior de que es capaz el corazón femenino. Porque la Inmaculada Concepción no sólo supone para María la preservación de todo mal, de todo pecado, de toda posible desviación de su sicología, sino también la plenitud de Gracia, un traje de triunfo precioso y precisamente femenino. Porque es el caso que durante siglos la mujer ha tenido un rol segundón y tantas veces no muy apreciado socialmente, incluso en las sociedades cristianas, no obstante la notable presencia de las mismas en el evangelio de Jesús. ¡Es tan lento el avance del hombre en la historia! No en vano Jesús comenzó advirtiendo en su predicación la necesidad de cambiar de mentalidad: si no cambiáis de mente –meta/noia-, de pensar, de juzgar, no hay manera de que os salvéis desde vosotros mismos, o, mejor dicho, de que la salvación que os viene de fuera puede entrar en vuestros cerebros y en vuestros corazones. Cuando la mujer va recobrando el puesto que le pide la historia, tan zarandeada por la soberbia del hombre, María, la mujer completa, nos comienza a invadir, no sólo devocionalmente –siempre la hemos invocado de corazón- sino modélicamente como joven, como esposa, como madre, como miembro activo de la sociedad, e hija de Dios; en esta sociedad que tanto se empeña en seguir esclavizando a la mujer, a media humanidad aún en tantos países, para el solo provecho egoísta, en tantos órdenes de cosas, del hombre. La figura de María siempre de un equilibrio sin igual en el evangelio, tiene en nuestros días, no sólo el valor teológico que supone el verla centrada en la encarnación del Verbo, sino el alto valor moral para esta humanidad harta de violencia y de tanto exabrupto convivencial. La Iglesia, siempre al tanto de lo que necesita la humanidad tiene, entre sus grandes preocupaciones pastorales, a la familia, fundamento de valores sociales como ninguna otra institución social, comenzando por la formación del corazón del ser humano y terminando por su libertad inalienable, de la que tantos Estados pretenden si no adueñarse, al menos aminorarla; la libertad de los hijos de Dios comienza a sentirse como equilibrio y obediencia moral en la familia cristiana, donde la mujer, esposa, madre, miembro de la sociedad e hija de la Iglesia, brilla con todas sus posibilidades de acción e influencia educadora. Con la Iglesia deberemos estar atentos a las catequesis dirigidas a la mujer, para que no más se cumpla lo del refrán latino: corruptio optimi pessima: de la pérdida de lo exquisito se resiente lastimosa y perdidamente todo el conjunto humano. Hay que presentar a María como la figura mejor lograda, altamente consciente de su papel femenino libre, a la que se le pide no se le fuerza, como esposa que con sola su presencia justifica y tranquiliza al esposo, como madre que no sólo cuida del hijo, sino que sigue atenta su crecimiento espiritual y moral, como hija de Dios y de la Iglesia, que prolonga su maternidad hasta los mismos avatares del hijo, hay que exponérsela a las jóvenes cristianas, vecina, cercana, como referencia de carácter, hasta entusiasmarlas a su imitación, como escudo protector de su rica aparente debilidad, tan expuesta a los engaños mentirosos del mundo de nuestros días, en el que su presencia, la de la mujer es cada vez más eficaz y fructuosa. Que sepamos proponer a María, no sólo como modelo, sino como madre de equilibrio sostenido, vale decir, mantenido frente al enemigo que ya comenzó por acecharla desde el principio de la creación, pero cuya cabeza ella consiguió aplastar para siempre, como lo puede conseguir quien se cobija bajo su manto inmaculado. Tuve ocasión de oír en cierto momento el consejo que daba a una mujer desenvuelta pero valiosa, si bien herida por los trotes de la vida, de esos trotes que con frecuencia dejan a la mujer apartada de la práctica religiosa, un sacerdote que paternalmente le insistía: tú tienes que rezar así: Gracias, Señor, por los muchos bienes que me diste y por lo mucho que he amado en la vida. En aquel momento me pareció intuir que aquel tipo de oración podía acercarla a un Dios sentido próximo, cuando quizás pensaba encontrarse alejada de Él por considerar toda su vida infructífera. Que esta presencia también próxima de la figura de María, sobre la cual los acontecimientos, también provenientes de la mano providente de Dios en nuestros días nos están alertando, la hagamos consciente ante los fieles con predicación acertada. Así sea.
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