2DP*,B - 2009 (Mulet)
Después de la muerte de Jesús el estado de ánimo de los discípulos era deplorable: puertas cerradas por miedo a los judíos, tristeza, incomunicación y duda radical sobre Jesús de Nazaret en quien habían puesto tantas esperanzas y que acabó muerto en cruz por sus enemigos. En este contexto comunitario tiene lugar la inesperada aparición de Jesús al atardecer. Cristo les saluda: ¡Paz a vosotros! Y en seguida les muestra las manos y el costado con las llagas de su pasión, como pruebas de su identidad personal.
Esta nueva aparición tiene un destinatario más en particular: el apóstol Tomás que no estuvo presente en la primera y se resistía a creer a sus compañeros. El exige pruebas fehacientes: Si no veo y no palpo, no creo. De hecho, el destinatario somos todos nosotros, por la conclusión que pronunciará Jesús al final de la escena.
No cabe duda de que la fe en Cristo muerto y resucitado es el núcleo central del mensaje cristiano al que la fe se refiere constantemente como a su fuente original. Conscientes de esto, percibimos que ser creyente entraña muy serias consecuencias prácticas, pues no queda en la pasividad teórica del "yo no lo comprendo, pero creo". Por eso surge la tensión dialéctica, no exclusiva de Tomás, entre fe y razón, fe e incredulidad, fe e inseguridad, fe y oscuridad. Entonces "lógicamente" pedimos luz y pruebas para creer y aceptar a Dios en nuestra vida personal, moral, afectiva, familiar, social, laboral o de negocios. ¡Qué ruines y desconfiados!
Seamos sinceros: ¿Por qué nos cuesta tanto creer de verdad? Básicamente por uno de estos motivos: por miedo al riesgo, por falta de compromiso y generosidad. En definitiva, por falta de amor.
Pues en la medida en que tomamos contacto con el dolor y el sufrimiento de los hermanos enfermos, pobres, humillados y oprimidos, descubriremos al Señor en sus miembros. Sin verlo físicamente, lo veremos por la fe y creeremos en él.
Feliz Pascua y ánimo,
Francesc Mulet
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