1ª lectura: Josué 5, 9ª.10-12
2ª lectura: 2ª Corintios 5,17-21
3ª lectura: Lucas 15, 1-3.11-32
La cuaresma intenta en estas dos últimas semanas ponernos frente a una revelación esencial para vivir la Pascua. Ante nuestros fracasos vividos o sentidos en nuestra vida pasada o en esta cuaresma. Se nos quiere llenar de esperanza: es ese fracaso de no encontrar fruto en nuestra vida, como nos lo recordaba el evangelio del domingo pasado. No encontrar fruto un año y otro año en esa higuera en medio de la viña. Amos de la higuera, como nos sentimos dueños de nuestra vida, pero de nada nos sirve, porque el fracaso nos persigue. Fracaso en los estudios o en nuestro trabajo profesional. Fracaso en nuestro hogar: padres contra hijos; hijos contra padres. Fracaso en nosotros mismos, esclavos de costumbres viciosas: alcohol, lascivia, droga. Fracaso en la vida. Y cuando uno está harto de tanto fracaso y de tanto desastre, que a uno le dan ganas de echarlo todo a rodar o a algo más, a veces, aparece un viñador, un servidor de esa viña. Y este servidor nos invita a la paciencia, a la sensatez, a la esperanza. “Déjala un año más, no la cortes. Yo la cavaré, la regaré, la abonaré”, escuchamos con una cierta esperanza, el domingo pasado. Y nos fuimos de la Iglesia con el eco de esa frase, hecha sinfonía o concierto de esperanza: “… y si no encuentras fruto, el año que viene la cortarás. Si no al año que viene, la cortarás. Si no al año que viene, la cortarás”. Este año déjala en la viña, que aun quedan esperanzas…
¿Quién es ese viñador que nos llena de esperanzas? Y San Lucas, este domingo nos hace un retrato, lleno de un realismo conmovedor y nos revela a Dios como Padre, que ama de modo incondicional. Y esta revelación se nos hace en un momento de la historia del mundo en que más necesitamos redescubrir a Dios como Padre, porque nunca este mundo ha sido menos fraternal, ya que unos, estando y viviendo en casa, -en la Iglesia- no hemos descubierto a Dios como Padre y otros, lo hemos abandonado, pegando un portazo, como el hijo pródigo.
Veamos el retrato que nos pinta San Lucas y su entorno. “Los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharle. Los fariseos y los escribas le recriminaban, diciendo: este hombre acoge a los pecadores y come con ellos”. Esta es una revelación esencial de Dios. En esta parábola, conocida con el nombre de la parábola del hijo pródigo, el Padre es el centro del relato y no el hijo, en quien tanto nos fijamos por lo mucho que a él nos parecemos. Esta no es la parábola del hijo pródigo, sino la parábola del Padre, lleno de amores y de perdones.
Prosigue San Lucas: “Un hombre tenía dos hijos. El más joven dijo a su padre: Dame la parte de fortuna que me corresponde. Y el padre repartió su fortuna”. Vemos a un padre que ama de verdad y por ello es respetuoso de la libertad y de la autonomía de sus hijos. Deja partir, teniendo su corazón angustiado, a su hijo pequeño, pero con la esperanza que llegará a ser suficientemente adulto para comprender un día el amor de su padre
Por otra parte, vemos un hijo rebelde e irreflexivo a la par que irresponsable, que quiere vivir su vida y que rechaza estar sometido; que cree será más libre, si es totalmente independiente. Es esta rebelión típica de nuestro tiempo y en realidad de verdad, de todos los tiempos: el rechazo del padre, de la autoridad, y por consiguiente, también de Dios.
Característica de este mundo moderno, que por religión tiene el ateismo. Una religión sin Dios, porque dios es el mismo hombre. Dios no existe y si existe, el hombre vive como si no existiera. Es la religión de la permisividad. Todo me está permitido, porque el límite que dios me pudiera poner, ha desaparecido con el mismo dios. No hay nada absoluto, todo es relativo, porque soy yo quien mando en mi mismo con total libertad para decidir lo permitido y prohibido... Este ateismo ha preocupado y preocupa hondamente a los últimos Papas. El hombre sin Dios retrocede a su etapa salvaje de irracionalidad.
“Disipó su fortuna, nos dice el relato, en una vida de locuras… Después conoció la miseria de la vida de pecado: se quedó sin dinero, se quedó sin amigos, se quedó sin amores, se degradó tanto que con cerdos estaba de porquerizo para poder subsistir”.
No olvidemos que los cerdos para aquellas gentes eran animales impuros, para que nos hagamos cargo de su estado de miseria total. Era peor que estar en un muladar.
El pecado se nos presenta siempre en primer lugar, como atrayente, agradable, seductor. El maligno es lo suficientemente hábil para ocultar su malévola jugada de perdición. Vivir su libertad, revindicar su autonomía… todo eso es positivo y bueno, pero solo bajo cierto aspecto, ya que se puede tender fácilmente a la rebeldía, arrastrados por el egoísmo, la soberbia y la lujuria.
Tras su fracaso, “entonces, recapacitando, se dijo: cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras que yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre he pecado contra el cielo y contra ti”. Tuvo este hijo rebelde la sensatez de saber reconocer su equivocación, aunque motivado más por el hambre que estaba pasando: cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras que yo aquí me muero de hambre, que por el amor a su padre. Su actitud de arrepentimiento es calculada; es para conmover al padre y que le deje entrar en casa, pues allí al menos tendrá comida, como los criados.
Y aún le parece poco decir a su padre: “Padre he pecado contra el cielo y contra ti”, y añade una confesión más emotiva y sentimental para lograr su objetivo. Es una confesión calculada de su culpa. No pretende llenar con su amor el corazón de su padre, sino, lo que busca es llenar su vientre de comida abundante. Y pensó finalmente dar un golpe de efecto: “con este golpe bajo, sentimental, venzo a mi padre y le arrancaré el perdón”. Añadiré: “ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Es, pues, una confesión bien pobre, hasta casi falsa o al menos hipócrita. Busca saciar su hambre. Le importa poco su padre.
“Su padre lo vio, cuando aun estaba lejos”, y lo llegó a reconocer, a pesar de la distancia, porque el verdadero amor agudiza la vista. “Y lleno de compasión corrió, se arrojó a su cuello y le abrazó… El hijo, gimoteando comenzó su confesión preparada y amañada: Padre he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. El Padre no le dejó acabar su confesión para que no se degradara más con su hipócrita mentira. Conocía muy bien al hijo: su limitación, pobreza espiritual, y su miseria. Y rápido y sin perder tiempo, pues le había esperado muchos años: Mandó que le pusieran el más bello vestido, un anillo en su mano, como hijo de un gran señor, zapatos… e hizo preparar un gran festín”. He aquí como el padre acoge al hijo rebelde. Todo es amor.
Y le trata no como pordiosero, sino como gran señor, por eso manda que le pongan un anillo en su mano, como un gran señor.
El hijo pródigo, en cambio, lo único que deseaba era comer como los criados de su padre. Como en él el amor había muerto, no podía imaginarse o admitir, que él pudiera ser amado. Ya no se creía ni hijo. Su amor estaba muerto. Era un hijo perdido. Ese puedes ser tu, tu retrato.
Claro que nosotros nos identificamos más fácilmente con el otro hijo, que no dejó la casa de su padre, como nosotros, que no hemos dejado la Iglesia, a diferencia de tantos hermanos nuestros, bautizados, que prácticamente la han abandonado.
El caso del hijo mayor es peor y más complicado. El hijo mayor se cree justo. Nosotros también, no nos creemos malos, sino buenos y a veces muy buenos. El no ha abandonado a su padre. No ha dejado la casa, dando un portazo, como su hermano. Yo tampoco he dejado la casa vengo a la Iglesia todos los domingos, incluso a veces, en días de semana. No he abandonado al Padre: ahí están mis comuniones de vez en cuando, al menos una vez al año y mis oraciones diarias o casi. Yo no he malgastado la hacienda con malas mujeres. Yo te he servido todos los años de mi vida, sin desobedecer nunca una orden tuya.
Pero el hijo mayor tenía su corazón muy lejos de su padre. Trabajaba en la casa, pero allí estaba con espíritu y actitud de jornalero, porque allí encontraba lo que su hermano pequeño echaba en falta: abundancia de comida y casa.
Pero también para este hijo mayor hubo un padre: “su padre salió, fijaros bien, es el padre quien toma la iniciativa y se molesta y sale en su busca; y se puso a rogarle”. No ruega el hijo al padre, sino el padre al hijo. El hijo estaba hinchado de envidia y de soberbia. Y el padre le quitó todo el veneno que llevaba en su corazón: “Hijo mío, tú siempre has estado conmigo; todo lo que tengo es tuyo”.
Hijos pequeños irreflexivos y rebeldes. Hijos mayores soberbios y mezquinos, cual escribas y fariseos, que no reconocen en el hijo menor y pecador, a su propio hermano, pues dice: “ese hijo tuyo”. El padre le hace comprender que no es solo su hijo, sino que también es su hermano. “porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”.
A todos, la cuaresma nos revela, que tenemos un padre para que ante la sensación de fracaso total en nuestras vidas, en nuestro hogar, en nuestra profesión, estudio o trabajo, en nuestro matrimonio o familia, en nosotros mismos, no nos sintamos solos, no nos sintamos angustiados, porque en esta Eucaristía, vamos a ver a un Dios hecho pan, hecho amor, hecho Pascua: un Cristo resucitado y victorioso, que viene a nuestros corazones de hijos pródigos, que retornamos a la vida de cada día con más esperanza, porque descubrimos y sabemos que Dios es Padre y quiere a las dos clases de hijos: a los que le dejaron y abandonaron; y a los que, quedándose en casa, le sirvieron y le trataron con espíritu de criados y jornaleros interesados en sus salarios y dineros, pero no con espíritu de hijos.
Quiero, para acabar, poneros una gran dificultad en esta parábola. ¿Cómo es posible que este hijo pequeño pegue un portazo y abandone una casa, donde hay un padre excepcional, de bueno, de comprensivo, de respetuoso con su libertad? ¿Sabéis por qué?.
Algunos Santos Padres comentan: porque en la parábola no aparece la figura de la madre por ninguna parte. Si hubiera estado la madre, el chico no se va.
Que María aparezca en nuestra Cuaresma. No dejaremos así al Padre. Alabaremos a Dios. No daremos "un portazo".
Dios-Padre, que ama de modo incondicional, nos espera en la casa, para que intentemos, antes de que acabe este tiempo de misericordia de la cuaresma, encontrarle en el sacramento de la reconciliación y penitencia, la seguridad y no solo el sueño o la ilusión, de que Dios, el Padre, con un signo material y sensible, me ha dado el abrazo de Padre, de perdón, de amor, de paz y de alegría por las palabras que oigo de su parte: Yo te perdono todos tus pecados.
AMEN.
Edu, escolapio