CB - TOrdinario - D22
Marcos 7, 1-8.14-15.21-23
José Antonio Pagola
Los cristianos de la primera y segunda generación recordaban a Jesús, no como un hombre religioso, sino como un profeta que denunciaba con libertad los peligros y trampas de toda religión. Lo suyo no era la observancia piadosa por encima de todo, sino la búsqueda apasionada de la voluntad de Dios.
Marcos, el evangelio más antiguo y directo, presenta a Jesús en conflicto con los sectores más piadosos de la sociedad judía. Entre sus críticas más radicales hay que destacar dos: el escándalo de una religión vacía de Dios, y el pecado de sustituir su voluntad que sólo pide amor por «tradiciones humanas» al servicio de otros intereses.
Jesús cita al profeta Isaías: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos». Luego denuncia en términos claros dónde está la trampa: «Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres» .
Éste es el gran pecado. Una vez que hemos establecido nuestras normas y tradiciones, las colocamos en el lugar que sólo debe ocupar Dios. Las respetamos por encima incluso de su voluntad. No hay que pasar por alto la más mínima prescripción, aunque vaya contra el amor y haga daño a las personas.
En esta religión lo que importa no es Dios sino otro tipo de intereses. Se le honra a Dios con los labios pero el corazón está lejos de él, se pronuncia un credo obligatorio pero se cree en lo que conviene, se cumplen ritos pero no hay obediencia a Dios sino a los hombres.
Poco a poco olvidamos a Dios y, luego, olvidamos que lo hemos olvidado. Empequeñecemos el evangelio para no tener que convertirnos demasiado. Orientamos caprichosamente la voluntad de Dios hacia lo que nos interesa y olvidamos su exigencia absoluta de amor. Con el tiempo, no echamos en falta a Jesús; olvidamos qué es mirar la vida con sus ojos.
Éste puede ser hoy nuestro pecado. Agarrarnos como por instinto a una religión desgastada y sin fuerza para transformar las vidas. Seguir honrando a Dios sólo con los labios. Resistirnos a la conversión y vivir olvidados del proyecto de Jesús: la construcción de un mundo nuevo según el corazón de Dios.