Tuesday, February 13, 2007

CC - TOrdinario - D6 (Pagola)

Lucas 6, 17. 20 – 26
BIEN CLARO
José Antonio Pagola

Jesús no poseía poder político ni religioso para transformar la situación injusta que se vivía en su pueblo. Sólo tenía la fuerza de su palabra. Los evangelistas recogieron, uno detrás de otro, los gritos que Jesús fue lanzando por las aldeas de Galilea en diversas situaciones. Sus bienaventuranzas quedaron grabadas para siempre en sus seguidores.

Se encuentra Jesús con gentes empobrecidas que no pueden defender sus tierras de los poderosos terratenientes y les dice: «Dichosos los que no tenéis nada porque vuestro rey es Dios». Ve el hambre de mujeres y niños desnutridos, y no puede reprimirse: «Dichosos los que ahora tenéis hambre porque quedaréis saciados». Ve llorar de rabia e impotencia a los campesinos, cuando los recaudadores se llevan lo mejor de sus cosechas y los alienta: «Dichosos los que ahora lloráis porque reiréis».

¿No es todo esto una burla? ¿No es cinismo? Lo sería, tal vez, si Jesús les estuviera hablando desde un palacio de Tiberíades o una villa de Jerusalén, pero Jesús está con ellos. No lleva dinero, camina descalzo y sin túnica de repuesto. Es un indigente más que les habla con fe y convicción total.

Los pobres le entienden. No son dichosos por su pobreza, ni mucho menos. Su miseria no es un estado envidiable ni un ideal. Jesús los llama «dichosos» porque Dios está de su parte. Su sufrimiento no durará para siempre. Dios les hará justicia.

Jesús es realista. Sabe muy bien que sus palabras no significan ahora mismo el final del hambre y la miseria de los pobres. Pero el mundo tiene que saber que ellos son los hijos predilectos de Dios, y esto confiere a su dignidad una seriedad absoluta. Su vida es sagrada.

Esto es lo que Jesús quiere dejar bien claro en un mundo injusto: los que no interesan a nadie, son los que más interesan a Dios; los que nosotros marginamos son los que ocupan un lugar privilegiado en su corazón; los que no tienen quien los defienda, tienen a él como Padre.

Los que vivimos acomodados en la sociedad de la abundancia no tenemos derecho a predicar a nadie las bienaventuranzas de Jesús. Lo que hemos de hacer es escucharlas y empezar a mirar a los pobres, los hambrientos y los que lloran, como los mira Dios. De ahí puede nacer nuestra conversión.

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