CA - 5DO - 2008 (Bernardo)
Bernardo Navarro
En la Fiesta de Navidad y Epifanía reflexionamos sobre la “luz”, referida a Jesucristo que vino a iluminar las tinieblas de la ignorancia y del error en que la Humanidad vivía respecto de Dios. Por medio del Profeta Isaías el Señor nos dijo “el Pueblo que camina en tinieblas, vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló” (Is. 9,2). Y en otro momento del Tiempo navideño “Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz” (Is. 60,1).
Hoy volvemos a reflexionar sobre el tema de la “luz” en el misterio cristiano, mas no desde la perspectiva de Dios que ilumina el mundo, sino de la perspectiva del cristiano quien, una vez iluminado por Dios, debe ser LUZ que ilumine a los hombres con su amor y caridad. Anteriormente reflexionamos en el tema de la luz, como don de Dios; hoy lo hacemos como respuesta a ese don. Es decir, como tarea moral de quienes tienen conciencia de que Dios primero los sacó de las tinieblas del pecado en que vivían.
En esta línea, el Profeta Isaías, nos dice en la Primera Lectura que nuestra oscuridad se volverá luz cuando practiquemos las obras de misericordia. Y San Pablo, en la Segunda Lectura, nos invita a proclamar la Palabra, sin buscar la vanagloria humana, ya que la “caridad no presume ni se engríe”, como nos dirá en otro pasaje de esta misma carta.
El Evangelio, mediante tres comparaciones, ilustra la vocación irradiante del cristiano en el mundo. El debe ser la LUZ que ilumina, la SAL que no puede perder su sabor, la CIUDAD colocada en lo alto, que orienta y anuncia el camino.
La semejanza de la SAL manifiesta la necesidad natural del cristiano de influir en la vida ajena. La comparación de la CIUDAD insinúa el carácter colectivo del testimonio. En el símil de la LUZ se aclara que el valor del testimonio está en la expresividad de unas obras propias de un hijo de Dios y, por tanto, de un hermano de los hombres. La gloria de dios se manifiesta en las obras de sus hijos, del mismo modo que la gloria de los padres se manifiesta en la conducta de sus hijos.
Los primeros cristianos entendieron muy bien el significado personal de estas exigencias del Evangelio de hoy. Sabían que eran un “pequeño rebaño” en medio de un mundo paganizado y sentían vivamente su responsabilidad de iluminar, de ser fermento y de comunicar la buena nueva. Así lo testimonia un escrito de aquella época ,la Carta a Diogneto, donde se lee: “Los cristianos no se distinguen de los demás hombres porque vivan en una región diferente, así como tampoco por su idioma o sus vestidos Viven en ciudades griegas o bárbaras, según donde a cada uno le ha caído en suerte; siguen las costumbres locales en su modo de vestir, de alimentarse y de comportarse aman a todos, y todos los persiguen. Se les ignora y se les condena.... Para decirlo de una vez: lo que es el alma en el cuerpo, eso mismo son los cristianos en el mundo. El alma se halla extendida por todos los miembros del cuerpo, lo mismo que las cristianos por las ciudades del mundo... .Dios fue quien los puso en tamaña condición, y no les está permitido desertar de ella”.
Nuestras obras deben brillar ante los hombres para que den Gloria a Dios. El discípulo de Cristo no puede buscar su propia gloria, sino la gloria del Padre celestial, como nos recuerda el final del Evangelio de hoy: “Alumbre así vuestra luz ante los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo” (Mt. 5,16)
El Papa, en su carta apostólica Nuovo Millenio Ineunte escribía:” Un nuevo siglo y un nuevo milenio se abren a la luz de Cristo. Pero no todos ven esta luz. Nosotros tenemos el maravilloso y exigente cometido de ser su “reflejo” Esta es una tarea que nos hace temblar si nos fijamos en la debilidad que tan a menudo nos vuelve opacos y llenos de sombras. Pero es una tarea posible si, expuestos a la luz de Cristo, sabemos abrirnos a su gracia que nos hace hombres nuevos”. (n. 54)
En la Fiesta de Navidad y Epifanía reflexionamos sobre la “luz”, referida a Jesucristo que vino a iluminar las tinieblas de la ignorancia y del error en que la Humanidad vivía respecto de Dios. Por medio del Profeta Isaías el Señor nos dijo “el Pueblo que camina en tinieblas, vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló” (Is. 9,2). Y en otro momento del Tiempo navideño “Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz” (Is. 60,1).
Hoy volvemos a reflexionar sobre el tema de la “luz” en el misterio cristiano, mas no desde la perspectiva de Dios que ilumina el mundo, sino de la perspectiva del cristiano quien, una vez iluminado por Dios, debe ser LUZ que ilumine a los hombres con su amor y caridad. Anteriormente reflexionamos en el tema de la luz, como don de Dios; hoy lo hacemos como respuesta a ese don. Es decir, como tarea moral de quienes tienen conciencia de que Dios primero los sacó de las tinieblas del pecado en que vivían.
En esta línea, el Profeta Isaías, nos dice en la Primera Lectura que nuestra oscuridad se volverá luz cuando practiquemos las obras de misericordia. Y San Pablo, en la Segunda Lectura, nos invita a proclamar la Palabra, sin buscar la vanagloria humana, ya que la “caridad no presume ni se engríe”, como nos dirá en otro pasaje de esta misma carta.
El Evangelio, mediante tres comparaciones, ilustra la vocación irradiante del cristiano en el mundo. El debe ser la LUZ que ilumina, la SAL que no puede perder su sabor, la CIUDAD colocada en lo alto, que orienta y anuncia el camino.
La semejanza de la SAL manifiesta la necesidad natural del cristiano de influir en la vida ajena. La comparación de la CIUDAD insinúa el carácter colectivo del testimonio. En el símil de la LUZ se aclara que el valor del testimonio está en la expresividad de unas obras propias de un hijo de Dios y, por tanto, de un hermano de los hombres. La gloria de dios se manifiesta en las obras de sus hijos, del mismo modo que la gloria de los padres se manifiesta en la conducta de sus hijos.
Los primeros cristianos entendieron muy bien el significado personal de estas exigencias del Evangelio de hoy. Sabían que eran un “pequeño rebaño” en medio de un mundo paganizado y sentían vivamente su responsabilidad de iluminar, de ser fermento y de comunicar la buena nueva. Así lo testimonia un escrito de aquella época ,la Carta a Diogneto, donde se lee: “Los cristianos no se distinguen de los demás hombres porque vivan en una región diferente, así como tampoco por su idioma o sus vestidos Viven en ciudades griegas o bárbaras, según donde a cada uno le ha caído en suerte; siguen las costumbres locales en su modo de vestir, de alimentarse y de comportarse aman a todos, y todos los persiguen. Se les ignora y se les condena.... Para decirlo de una vez: lo que es el alma en el cuerpo, eso mismo son los cristianos en el mundo. El alma se halla extendida por todos los miembros del cuerpo, lo mismo que las cristianos por las ciudades del mundo... .Dios fue quien los puso en tamaña condición, y no les está permitido desertar de ella”.
Nuestras obras deben brillar ante los hombres para que den Gloria a Dios. El discípulo de Cristo no puede buscar su propia gloria, sino la gloria del Padre celestial, como nos recuerda el final del Evangelio de hoy: “Alumbre así vuestra luz ante los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo” (Mt. 5,16)
El Papa, en su carta apostólica Nuovo Millenio Ineunte escribía:” Un nuevo siglo y un nuevo milenio se abren a la luz de Cristo. Pero no todos ven esta luz. Nosotros tenemos el maravilloso y exigente cometido de ser su “reflejo” Esta es una tarea que nos hace temblar si nos fijamos en la debilidad que tan a menudo nos vuelve opacos y llenos de sombras. Pero es una tarea posible si, expuestos a la luz de Cristo, sabemos abrirnos a su gracia que nos hace hombres nuevos”. (n. 54)
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